En los colegios y universidades es habitual ver muchachos angustiados delante de una hoja cuadriculada, que presionan su cabeza con las manos como si quisieran hacer fluir la inteligencia, mientras sus neuronas se calcinan intentando procesar el resultado de un problema numérico.
Pero, ¿hasta qué punto esto es una dificultad pasajera, y cuándo se trata de un trastorno del aprendizaje?
Si los apuros para entender las matemáticas persisten y es imposible para alguien comprender las matemáticas, puede que se trate de discalculia. Las dificultades normales son síntomas del desarrollo que afectan el rendimiento de un estudiante, y que eventualmente desaparecerán. Pueden deberse a falta de interés por la asignatura, o a afecciones emocionales como la pérdida de un ser querido. Pero, si se presenta discalculia, la eficiencia en las matemáticas siempre estará por debajo de lo esperado, sin importar las circunstancias externas.
Aunque resulte un poco duro de asimilar, la discalculia es una condición intrínseca del individuo, es decir, dura toda la vida. No tiene cura, pero el alumno puede recibir una reeducación que le permita comprender un poco más las matemáticas y así evitar mayores aprietos en su vida estudiantil.
Si se detecta tempranamente, el niño puede ser más propenso a recuperarse, y, por este motivo, los maestros deben prestar atención al proceso de aprendizaje y descubrir cualquier indicio.
Lamentablemente, los profesores tienen muy pocos conocimientos sobre la discalculia, según estudios realizados por la Universidad del Norte. Aunque siempre ha existido, ésta ha sido escasamente diagnosticada, pero hoy se cuenta con evaluaciones formales que permiten detectarla y tratarla.
Por ser de orden genético, la discalculia es hereditaria. Los pacientes generalmente presentan antecedentes en la familia, y conocerlos facilita el diagnóstico.